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Paul y Michelle. Una historia de novela. (2/5)

  • Laura Podadera
  • 17 oct 2016
  • 4 Min. de lectura

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MICHELLE

Michelle era una joven de diecisiete años cuando conoció a Paul en la escuela secundaria. Su vida nunca había sido fácil. Su padre se marchó para siempre cuando aún no había cumplido los seis años y dejó sola a su madre con ella y sus dos hermanos mayores. Nunca fueron lo que se entendería por una familia normal. Su madre tenía graves problemas nerviosos, su abuela padecía esquizofrenia paranoide y sus hermanos eran cualquier cosa menos amables, comprensivos o cariñosos. Así creció en un lugar más parecido a cualquier refugio que a un hogar.

Lo habitual era el silencio, la ausencia casi total de comunicación entre ellos y, cuando la había, se basaba normalmente en críticas destructivas que escapaban súbitamente por entre las rendijas de cualquier conflicto natural de la convivencia.

Michelle desarrolló así una personalidad llena de carencias, apiló sus pedazos sobre el suelo duro y pedregoso de la incomprensión y la indiferencia.

A pesar de todos los problemas nerviosos y económicos para sacar a tres hijos a delante que tenía su madre, ella intentaba hacerlo lo mejor posible. Se preocupaba mucho por ellos, especialmente por Michelle ya que sabía que tenía cierta tendencia a aislarse y en sus ojos encontraba a veces la mirada de su abuela. Sin embargo, toda su buena intención nunca resultó suficiente. No pudo educar a sus hijos para que se trataran como hermanos en lugar que como desconocidos amenazantes. Tampoco encontró nunca la forma de traspasar, de algún modo, los muros que Michelle levantó a su alrededor. Su frágil estado de nervios la hacía propensa a terminar las conversaciones a voces o portazos, a pesar de la delicadeza con que se esforzaba por comenzarlas. El resultado fue un estrepitoso fracaso como madre que empujó a su hija hacia los bordes de sus propios precipicios.

Michelle era además una chica extraordinariamente inteligente y despierta. Tenía una avidez de conocimiento sólo comparable, quizá, a su necesidad de amor. A pesar de su difícil situación conseguía excelentes notas sin apenas esfuerzo. No paraba de leer todo tipo de libros, cualquier cosa que callera en sus manos la devoraba sin piedad. Veía muchísimo cine, especialmente del que no se encuentra en grandes salas, de otras culturas, documentales de todo tipo… a penas dormía y solía despertarse varias veces cuando lo hacía, de modo que aprovechaba para devorar más y más información… hasta que sus párpados volvían a pesar y caían, en contra de su voluntad, cerrando sus ojos.

Todos aquellos mundos a los que accedía a través de sus libros, sus películas o la red, eran su forma de escapar del suyo, de compensar de algún modo su vacío.

Su historia, su inteligencia, su conocimiento y por supuesto, su enorme sensibilidad, la hacían cruzarse frecuentemente con la tristeza. Pasaba periodos de gran oscuridad espiritual y, aunque no llegaba a caer en la depresión, lo cierto es que solía pasearse por sus límites. Todo esto lo vivía en la más absoluta soledad, escondido bajo un perfecto disfraz de mundanalidad. Desde fuera, se la veía una chica divertida, mordaz, rebelde, liviana y atrevida. Era una líder nata y se evidenciaba en su entorno sin lugar a dudas. Sus compañeros de clase solían esperar de ella siempre el comentario inteligente y desafiante a las afirmaciones categóricas de los profesores. Solían mirarla de reojo para ver si se reía de alguna situación antes de hacer ellos lo mismo. Había creado un personaje magnífico, mezcla de su propio yo con retales de todo lo que pudiera venirle bien para que nadie accediera a su interior.

Cuando estaba con los demás era alguien rebosante de autoconfianza, palabras adecuadas y ganas de pasárselo bien. Sin embargo, volvía de clase hasta su casa como un artista vuelve a su camerino tras cerrarse el telón. Se iba despojando, mientras caminaba bajo las hileras de álamos que cubrían su regreso, de todos los accesorios con los que se había cargado para materializar su artificio. Su voz, fuerte y segura, ahora se escondería en su garganta durante largo rato, oyéndose solo en el interior de su cabeza mientras leía, pensaba o escribía. Su sonrisa, algo burlona y engreída, se tornaría en una mueca hasta desaparecer por completo. Y sus ojos dejarían por el camino la luz que les hacía parecer estrellas, para revelar su profunda oscuridad.

La vida parecía estar siempre a punto de empezar aunque nunca llegaba a hacerlo. Sin embargo un día su vida empezó y como todas las cosas importantes, llegó sin que se diera cuenta. No supo que le había faltado antes hasta que le vio.

Aquel año su vida cambiaría para siempre, nada, nunca, volvería a ser igual . Aquel maravilloso curso conoció a Paul y se enamoró.

Se enamoró como solo ella podría haberlo hecho. Aupó su alma desde el lodazal en que yacía y toda la energía que golpeaba su mente sin parar, encontró un propósito, un sentido. El vacío que articulaba su cuerpo de repente dejó de doler y ya no sentía sus costillas clavadas al pulmón. Podía respirar.

Por fin, podía respirar.

 


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