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El futuro ya es pasado.














Quedaron donde siempre. Aquel banco entre árboles eternos guardaba, congelado en el tiempo, el mundo que nació la primera vez que se besaron. Hacía mucho desde la última vez que se sentaron juntos en él. Ella solía echarle la pierna sobre sus rodillas y sus dedos jugaban a entrar y salir de la profundidad de su pelo justo encima de la nuca.

Esta vez no fue así. Quedaron para devolverse algunas cosas que dejaron olvidadas en las manos del otro. El parque estaba vacío y el Sol colgaba a esa justa altura en que su luz contiene el drama de la extinción y la belleza del tiempo que le queda. Bajo esa luz todo parecía posible.

Llegaron desde los lados opuestos del parque, así que pudieron mirarse por un tiempo mientras avanzaban hasta su banco. Sus miradas contenían el dolor a punto de caerse hasta sus bocas, como los árboles rojos por el otoño, contenían en sus ramas las hojas destinadas a besar el suelo.

Ya uno frente al otro, se besaron en las mejillas intentando no acercarse demasiado a la comisura de la boca. Él le entregó una caja con las cosas que tenía de ella y ella le devolvió su preciada cámara de fotos.

Se miraron con el desencanto de quien creía que le iba a ser devuelto el corazón.

La verdad es que aquel banco de hierro forjado y madera había sido testigo de su amor y ahora lo era de su despedida. Aquellos árboles tan hermosos con sus hojas rojas resistiéndose a caer, parecían mirarles sintiéndose menos eternos después de ellos. La yerba crecería donde dejó de hacerlo a los pies del banco porque arrastraban sus zapatos mientras hablaban del futuro.

En este parque el futuro ya es pasado.

 


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