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Paul y Michelle. Una historia de novela. (3/5)

  • Laura Podadera
  • 5 nov 2016
  • 8 Min. de lectura




















PAUL


La historia de Paul sería desgarradora para cualquier persona, también para él, pero sin explicación aparente, estaba entero. Si hubiera que comparar a Paul, solo podría comparársele con el mar. A pesar de todo lo vertido en su interior, a pesar de todo lo extraído de su interior, era más grande y profundo que el daño que pudiera hacérsele. Más claro y vivo que todo el veneno y el dolor que se le pudiera infligir. A pesar de lo profundamente oscuro, era azul. Así era Paul, a pesar de, era él.

Paul no era de aquella ciudad, había nacido en otra mucho más grande y más al norte. Su familia fue devorada por las drogas y la enfermedad. Le crió su abuela junto a su hermano, quien por desgracia, a diferencia de Paul, no era como el mar.

Sobrevivió, sobrevivió a la desgracia y al sufrimiento, al victimismo y a la perdición. Era por encima de cualquier otra cosa, un superviviente.

Paul, a diferencia de Michelle, nunca necesitó esconderse tras ninguna fachada. No le tenía miedo a ser quien era, bajo cualquier luz o cualquier sombra. Si su mente era como el mar, su alma era como el viento. Libre puede que sea una palabra inmensa, pero no para Paul. Él sí era libre.

A pesar de lo difícil que resulta dirigir nuestros pies hacia donde deseamos, él poseía una asombrosa voluntad sobre sus pasos. Quiso irse a vivir a aquella pequeña ciudad junto al mar, y así lo hizo; con sus bolsillos llenos tan sólo de aquella decisión. Anduvo un tiempo algo desamparado, pero volvió a demostrarle a la vida que él estaba ahí para sobrevivir. Pronto encontraría donde quedarse y también cómo ganarse la vida. Una de sus grandes ventajas siempre fue que a penas necesitaba nada.

De un modo u otro, llegó allí, a aquel instituto donde su vida se cruzaría con la de Michelle. Donde sus ojos se encontrarían con los de ella y sus almas quedarían conectadas para siempre. Lo suyo no fue de película, no; fue de novela. Paul también se enamoró de Michelle y lo hizo para siempre, incluso cuando ya no pudieron estar juntos. Sería la medida de todo a partir de entonces.

En Michelle pudo encontrar el estímulo para su mente más intenso que jamás conoció y que probablemente jamás volvería a sentir. No al menos de aquella manera. Paul descubrió el amor verdadero, y de su mano, coronó las más altas cumbres y también supo cómo era estar sepultado bajo toneladas de nieve.


EL AMOR

Su historia comenzó como comienzan todas, no podían saber entonces lo que iban a hacerse el uno al otro. Paul descubrió poco a poco lo difícil que podía ser amar a Michelle.

Hubo una época digamos…feliz. Ambos se lo dieron todo. Cada parte de él amaba cada parte de ella y al revés. El amor entró en sus cuerpos como el fuego en el bosque. Lo llenó todo, lo arrasó todo, lo dominó todo. Cuando estaban juntos eran amigos, amantes, adversarios, cómplices, aliados, testigos protegidos. Eran como un maravilloso, perfecto y acogedor día de tormenta.

Salían juntos prácticamente a todas partes, pero ninguno permitió que el otro conociera demasiado a sus amigos. Puede que parecieran extraterrestres pero, para ellos, lo éramos todos los demás. Su mundo se reducía a la esfera de espacio que ocupaban cogidos de la mano, sin embargo no era un mundo pequeño. En aquel mundo había una cuarta dimensión. Ellos no eran solo lo que eran a lo alto, ancho y largo. Allí, en aquella esfera, podían serlo todo.

Michelle seguía siendo Michelle pero ahora tenía a Paul, había encontrado un lugar en el mundo donde quería estar. Paul descubrió mucho sobre sí mismo junto a Michelle.

Michelle tenía la cualidad de ser como una pequeña pero potente linterna para Paul, y ella iluminaba partes de él que de otro modo nunca hubiera encontrado. Paul fue mucho más él junto a ella, y eso le hacía sentir capaz de cualquier cosa. Era una bonita sensación.

El tiempo pasaba y Michelle sintió que aquella ciudad se le quedaba pequeña, allí no cabían todos sus sueños. Paul la siguió a las ciudades donde decidió marcharse. Vivieron sin nada y también con todo. No existía obstáculo o circunstancia que les hiciera dudar.

Los años pasaron, y en contra de cualquier predicción o proverbio, el tiempo no enfrió nada, no apagó nada. En realidad lo que hizo fue dejarles crecer, como si fueran raíces del robusto árbol de su historia.

Crecieron juntos sí, aunque por desgracia, no lo hicieron en la misma dirección. Su amor era directamente proporcional a la distancia que se estaba instalando entre ellos y durante la década que estuvieron juntos, hubo mucho amor y mucha distancia. Ambos luchaban con todas sus fuerzas para tirar del otro hacia su propio lado, pero se estiraron tanto que no pudieron evitar romperse.

Michelle poco a poco se introdujo en una forma de vida, de diversión, de inhibición o tal vez de desinhibición, que Paul no podía ni quería seguir. Comenzó a experimentar con las drogas, con todo tipo, y a combinarlas con mucho alcohol. Aunque Paul era muy capaz de entender los hilos invisibles que movían a Michelle a hacerlo, sabía que aquello no acabaría bien ni para ella, ni para él y por supuesto tampoco para los dos.

Aquel ritmo frenético les llevó a lo que acabaría siendo su callejón sin salida. Comenzaron los desencuentros, las peleas, los daños, las mentiras. Sin embargo, por imposible que parezca, nada de todo aquel dolor empequeñecería su amor; se empeñaron en salvarse, en que pudiera ser, y sólo consiguieron destruirse.

Michelle no pudo frenar la deriva de su mente a causa del abuso de las drogas y acabó perdida entre el humo y las sordas luces de los antros que frecuentaba.

Paul al principio no supo muy bien cómo manejar aquella situación. Estaba dividido entre hacer algo para pararla y no hacer nada. Quiso dejar que ella sola reaccionara, que se diera cuenta de que aquello no funcionaría así; que no pararía la tormenta que la consumía por dentro jugando a quedar inconsciente.

Michelle no lo veía del mismo modo o, puede que sí, pero ella no tenía la voluntad de Paul sobre sus propios pasos. Tal vez pensara que era divertido y puede que lo fuera. Quizá así todo dolía menos. Solo ella lo sabe. Lo cierto es que todo se le fue de las manos. Paul la encontró incontables veces al borde de cualquier final…siempre la sostuvo entre sus brazos salvándola de ella misma. Llegó un momento en que el amor convivía con el dolor de un modo tan íntimo que era difícil saber dónde terminaba uno y empezaba el otro. Michelle amaba a Paul más que a cualquier otra cosa, persona o lugar en el mundo; sin embargo besó otros muchos labios mientras estuvieron juntos.

Paul parecía no saberlo, puede que no lo supiera, pero de cualquier modo, llegó un momento en que la realidad aplastó sus ilusiones como si fueran una colilla y eso no pudo ignorarlo a pesar de que lo intentó.

El amor que Paul sentía por Michelle le hizo capaz de comprenderla mejor de lo que probablemente ni ella misma podía. La amaba hasta el punto de desaparecer en ese amor. Incluso cuando le dejó el alma hecha jirones los usó para secarle la frente. Intentó por todos los medios permanecer a su lado pero, de algún modo, Michelle se lo impidió. Sus infidelidades ya eran algo, de facto, consentido. Sus desfases nocturnos y sus consecuentes limitaciones diurnas fueron como un veneno tomado poco a poco hasta morir. Paul no podía parar de quererla incluso cuando sabía que acabaría con él.

Todo aquel ritmo desenfrenado y destructivo que Michelle adoptó con gusto, despertaron lenta pero inexorablemente los demonios de su mente. Michelle llevaba una bomba de relojería en su genética. La esquizofrenia paranoide fue siempre una amenaza ignorada pero presente.

Aquella terrible amenaza no tardaría en materializarse y lo haría sin pedir permiso. Michelle fue pasto de sí misma, sus huecos, sus agujeros negros la engullirían, tragando poco a poco toda su luz y arrastraron a Paul a una especie de lugar en ninguna parte, donde no había nada. Allí estaba él y sin importar cómo estuviera su cuerpo, su alma estaba de rodillas y permaneció resistiendo las sacudidas y las paradas a las que Michelle sometía su corazón.

No podía salvarla más, y allí estaba ella, delante de sus ojos. El amor de su vida, a quien hubiera seguido a cualquier lugar. Allí estaba, matándose y dejándoles morir. Llegó el momento inevitable y Michelle tuvo que ser ingresada en una clínica para recibir ayuda mental e intentar poner bajo control sus adicciones. Aquel lugar parecía que iba a volverla aún más desquiciada. Pasaba de estar tan sedada como para parecer un fantasma, a estar tan despierta que deseaba morir. Paul estuvo a su lado sin dudar jamás de que a su lado seguiría. Pasó un tiempo, y después de hacerle un hueco en su vida al insomnio y a la ansiedad como okupas violentos, llegó el día en que Paul fue a recoger a Michelle de aquel lugar. Llegó el día en que volvían a tener la oportunidad de empezar otra vez.

Como siempre, empezar otra vez suele ir muy bien hasta que todo vuelve a ser como antes. Las palabras de amor se turnaban con ensordecedores gritos de reproches y llegó un momento en que fue imposible sostener todo aquello. Ninguno quería reconocerlo porque hacerlo sería admitir que había terminado y eso no era posible. No podían contemplar la opción de que estar juntos no fuera su destino. Sin embargo, aquella situación era un infierno donde ambos estaban ardiendo.

La inconsistencia del carácter de Michelle se extendió hasta sus sentimientos. Un día no podía vivir sin Paul y al otro no podía vivir con él. Paul empezó a tener como fantasías inconscientes e involuntarias sobre cómo sería su vida sin ella, cómo sería él sin ella. Aquellas fantasías empezaron a parecerse cada vez más a la idea de libertad y como el agua del mar que cuanto más bebes más sed tienes, cuanto más se imaginaba a sí mismo sin ella, más libre se sentía. ¿Pero cómo podía dejarla ir de su vida? Por primera vez se hizo aquella pregunta y se dio cuenta que por primera vez Michelle y “su vida” aparecían como cosas distintas. Incluso opuestas.

Fue un encuentro súbito y frontal consigo mismo y los sueños que sobre él guardaba. En aquel preciso instante estaba a la misma distancia de quedarse que de marcharse para siempre. Aquel relámpago violento que iluminó sus ojos hizo que al mirar a su alrededor todo le pareciera un desierto. Un desierto en el que la arena estaba hecha con granos de su dolor, amontonados en dunas de rencor movidas por el viento de la desesperanza. El único oasis que le quedaba era la pequeña charca en la que se había convertido su ilusión de recuperar a Michelle, de que volviera a ser ella para que pudieran volver a ser ellos. El problema era aquel Sol abrasador que era la propia Michelle, secaba poco a poco aquel pequeño refugio, llegando hasta el más recóndito lugar con sus rayos de enfermedad y adicción. Sin embargo y a pesar de todo, en aquel desierto seguían existiendo las noches. Noches frescas iluminadas por la Luna de Michelle. Noches en las que podían recuperar aliento y mirarse el uno al otro, sintiendo por un momento aquella charca como un océano de esperanza reflejando sobre sus ondas la jaspeante belleza de su amor. Aún en mitad de toda aquella hecatombe, resistía su amor aferrándose a la vida incluso cuando se sabía condenado a muerte.

Cuando Michelle fue ingresada por segunda vez, Paul además de cuidarla decidió cuidarse también a sí mismo y mantuvo las distancias. Michelle solo tenía que chasquear los dedos para que él apareciera como si fuera un milagro, pero aunque eso siempre sería así, Paul empezó a caminar en otra dirección.

Decidió intentar sobrevivir y sabía que la única posibilidad que tenía era apartándose de ella. Cuando Michelle salió de nuevo de la clínica, más recuperada que la primera vez, lo vio claro en seguida. En ese momento, a pesar del dolor de la separación, sabía que era lo mejor para ambos; aunque la única forma de mantenerse separados era poniendo tierra de por medio, y así lo hizo. Cogió sus maletas, sus ganas de mejorar y se fue al norte a una ciudad donde esperaba poder rehacerse, recomponerse.

Tras la separación, los dos se quedaron en ruinas. Los escombros de sus almas quedarían por el suelo durante mucho tiempo. Su interior se parecía a una ciudad tras los desastre de una guerra. Las más hermosas arquitecturas reducidas a polvo, y aquellas que conservaran alguna parte aún en pie, no contribuían sino a una imagen de destrucción mayor. Devastados tras el adiós, cuando Paul dobló aquella esquina y sus piernas se vencieron quedando allí, en cuclillas, gritando sin separar los dientes mientras las yemas de sus dedos presionaban fuertemente su cráneo; sabía que tenía que hacerlo. Tenía que sobrevivir una vez más, pero esta vez tenía que sobrevivir a Michelle.

 


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