Paul y Michelle. Una historia de novela. (4/5)
- Laura Podadera
- 18 nov 2016
- 3 Min. de lectura

PAUL DESPUÉS DE MICHELLE
Paul después de Michelle se quedó reducido a dolor. Sólo era eso, dolor. Dolía respirar, caminar, dormir, incluso parpadear. El dolor que sentía no era comparable a nada conocido, ni siquiera a nada imaginario. Aquel dolor era del que te cambia. Era del tipo de dolor que te vuelve loco, que modifica la composición de tu sangre, que distorsiona el sonido de tu voz y reconfigura la anatomía de tu mente.
Mirar a cualquier parte dolía, cerrar los ojos aún más. El tiempo se detuvo para Paul y permaneció por mucho, cautivo en sus sienes. Sus pies pesaban como sacos de plomo y avanzar en un desierto sin caminos era más que difícil. Se encontraba total y absolutamente perdido. Del cielo desapareció la estrella polar. También el Sol. Y no encontraba más que el rastro de Michelle por todas partes. El viento le cantaba su nombre al oído mientras tejía las calles con hojas de otoño. La tristeza se proclamó reina sin corona de sus ojos y el frío ocupó sus huesos.
Paul tardaría mucho tiempo, mucho, mucho tiempo en reconquistar su propia alma para sí mismo arrancándola de entre las garras del sufrimiento.
Pero Paul, ya lo dijimos, era como el mar, y el mar recupera siempre lo que es suyo por mucho que tarde y por mucho que parezca que nunca lo hará.
Paul recuperó lentamente el color en las mejillas, la oscuridad fue cayéndose de su rostro como polvo sacudido. Desterró, no sin grandes batallas, a la tristeza de sus ojos y pudo expulsar por fin aquel eterno frío de sus huesos.
Estas hazañas de guerra exigieron años de lucha para Paul, que nunca volvería a ser igual, incluso cuando consiguió volver a ser el mismo.
MICHELLE DESPUÉS DE PAUL
Michelle hizo gala de su inconciencia al no darse cuenta de que estaba perdiendo al amor de su vida. No obstante, la conciencia es como un volcán dormido, callado, hasta que de repente lo arrasa todo con su ardiente lava.
Sin embargo, el momento de la erupción de su conciencia aún quedaba lejos.
Ella le echaba de menos, aunque su cualidad de vivir indefinidamente en una realidad paralela hecha a medida, le ayudó bastante a soportar todo aquel tiempo lejos de Paul.
Igual que un moretón, delator de un choque brusco y violento contra algo que no esperabas, así era el recuerdo de Paul para ella esos años. Trémulo, a penas de perceptible existencia excepto cuando pasas sin querer la yema de los dedos por encima de la sangre golpeada, y entonces acude el dolor a destapar su presencia punzante, viva en cada pálpito que se hace sensible al tacto interno. Así golpeaba su mente, su alma, su corazón y su cuerpo al chocar contra su inesperado recuerdo. Se extiendía sobre ella un moretón invisible pero cierto que el tiempo debía encargarse de languidecer. Su mancha, viscosa como el alquitrán, permanecerá en ella indeleble a diferencia de la temporal prueba de sangre que los moretones corrientes imprimen en la piel. Podría llevarla consigo, lo que verdaderamente esperaba, es que dejara de doler.
Michelle no solo trataba de vivir sin él, si no que tenía que tratar de vivir con ella misma. Lo cierto es que hizo grandes progresos allí, lejos de las malas influencias de sus amistades peligrosas y pudo encontrar la estabilidad y la quietud que necesitaba para poder controlar sus demonios. No obstante, a pesar de que pudo encerrarlos tras gruesas puertas, no pasaría mucho tiempo hasta descubrir que estaban tras puertas sin llave.