La ladrona indecisión
- Laura Podadera
- 7 dic 2016
- 5 Min. de lectura

Solían encontrarse todas las mañanas, a veces cruzando el paso de cebra y otras cada uno esperando a cada lado para cruzarlo que era cuando tenían algo de tiempo para mirarse más detenidamente.
Él se sentía muy atraído por aquella chica tan guapa, que parecía tan sencilla y a la vez usaba un perfume de esos que prolongaba su presencia varios segundos después de haberse ido.
Le gustaba su pelo castaño vetado de tímidos mechones más rubios y sus ojos grandes y rasgados oscuros y atrayentes con un brillo tembloroso en sus pupilas que le hacía pensar en las estrellas.
La observaba disimuladamente y cada vez se quedaba más prendado de la cadencia de sus pasos. Sus caderas se balanceaban al caminar con una suavidad hipnotizante sólo propia de esqueletos realmente bellos.
Era invierno y solía ir bastante abrigada - debía ser friolera y eso le parecía romántico - de modo que solo podía apreciar la perfección con la que lucía su abrigo sobre sus dos hermosos hombros rectos y redondos. A veces, en los días de lluvia, llevaba una gabardina que ceñía a su pequeña y preciosa cintura con un cinturón. Esos eran los días en que sacaba una de sus manos de los bolsillos para sujetar el paraguas, de modo que podía mirarle de reojo las manos que parecían muy cuidadas y que a veces llevaba con las uñas pintadas de un sexi pero elegante color granate oscuro.
Le gustaba mucho aquella chica de la que no sabía nada y de la que quería saberlo todo. Le encantaba su forma de vestir. Solía llevar pantalones ajustados de color oscuro, botas y una especie de casaca color verde militar con capucha y cuyo interior estaba recubierto de un pelo largo y espeso que parecía hacerla sentir verdaderamente a gusto en mitad de la calle en la helada matutina cuando aún es de noche y siguen encendidas las farolas que flanquean las calles desiertas.
Cada día sentía más curiosidad por aquella hermosa chica de mirada profunda y curiosa. Pasaban los días y sin darse cuenta ella se había convertido en su primer pensamiento de la mañana. Nunca quería que se le hiciera tarde porque si no, no llegaría a tiempo a su no cita de todos los días. Día a día colonizaba más su mente, a veces tumbado en la cama imaginaba distintas formas en las que pudiera apañárselas para hablar con ella; pero se antojaba muy difícil hacerlo sin descaro. Se cruzaban, no esperaban en la misma parada de autobús, ni permanecían quietos, uno junto al otro, en ningún momento ni en ningún lugar, sólo se cruzaban en aquel paso de cebra. Parecía una macabra broma de la vida.
Él pensaba que ella debía de sentir algo parecido pero no sabía en qué basaba esa idea, simplemente era un pálpito. Creía que a ella también le gustaba, creía verlo en su mirada pero no tenía ni idea de cuánta realidad podía haber en aquel deseo...
Ya habían pasado varios meses cuando reparó en que pensaba en aquella chica a todas horas, pensaba en ella, en cómo acercarse a ella, en cómo reaccionaría en cada una de las circunstancias que se imaginaba...Soñaba muchas veces con ella y saber su nombre se había convertido en una obsesión. No le interesaban otras chicas a las que sí que podía conocer y preguntarles el nombre sin ningún disimulo cuando pasaba junto a ellas varios minutos esperando tras la barra del bar. Sin embargo él las comparaba a todas con ella y siempre salían perdiendo. Sólo esperaba que volviera a llegar el lunes para cruzarse en su camino de nuevo y disfrutar de aquellos preciosos segundos que esperaban a cada lado de aquella calle y en los que podía contemplarla como los poetas miran el mar.
Una mañana cualquiera ella no estaba. Podría ser por cualquier cosa - pensó. Pero pasaron varias mañanas y luego pasaron varias semanas y ella no aparecía. Él cambió los tiempos para probar suerte, probó cinco minutos antes, diez, quince, y así hasta sesenta. Inventó una elaborada escusa en el trabajo para poder llegar durante una semana una hora después de lo habitual y así poder intentar la misma prueba de tiempos pero más tarde. Probó los fines de semana. Tampoco. Todo fue en vano. Ella ya no estaba y él estaba desorientado, nervioso, como si estuviera perdido en algún lugar en mitad de ninguna parte. Para darle algún alivio a su mente, le escribió una carta sin pensar en que jamás pudiera dársela.
La escribió como poseído por alguna fuerza que le sobrepasaba y que dirigía su mano sin titubear escribiendo sobre el papel lo que guardaba en su corazón.
La guardó doblada varias veces por la mitad hasta formar un pequeño cuadrado en el bolsillo de su chaqueta y allí seguiría durante muchos días. Una mañana cualquiera, ya más cerca de la primavera que del invierno, ella apareció donde siempre, a la misma hora, como si fuera un deseo hecho realidad por cualquiera de las estrellas a las que se lo había pedido. Metió su mano en el bolsillo tembloroso de emoción y encontró allí sus sentimientos hechos palabras guardados dentro de aquel papel doblado varias veces por la mitad hasta convertirse en un pequeño cuadradito que cualquiera habría tirado sin desdoblar. Pensó un millón de veces durante aquel eterno minuto si darle aquella carta cuando se cruzara con ella. La llevaba entre los dedos dispuesto a entregarle aquella confesión sin vuelta atrás cuando, sin saber cómo, había pasado el instante, había perdido la oportunidad y la carta se quedó encarcelada entre sus dedos.
Cuando se sintió fuera del alcance de sus profundos y curiosos ojos se detuvo y desdobló aquella carta que siendo solo un pedazo de papel, era a la vez un pedazo de su corazón. Releyó sus propias palabras:
Tengo que dejar de pensarte. No volver a imaginar tu presencia a mi lado. Parar de preguntarme
dónde estarás o qué andarás haciendo. Tengo que dejar de soñarte. Algún modo ha de haber para sacarte de mis noches. Estás en cada lugar donde paro mi mirada. Estás también en la oscuridad cuando cierro los ojos. ¿Dónde no estás? Dime dónde no estás para que allí vaya a intentar dormir y respirar.
Tengo que dejar de añorarte como si te hubiera tenido.
No volver a padecer el pinchazo de la nostalgia de lo que nunca hemos sido. Sacar de mi mente la hiriente idea de lo que habríamos podido ser.
Cómo parar de imaginar la suavidad de tus labios y el calor de tu aliento. El sonido de tu voz diciendo mi nombre.
¿Cómo puedo dejar de desear conocer todos tus defectos?
Algún modo ha de haber para volver a vivir, como hacía antes. Antes de ti.
Consoló su cobardía diciéndose a sí mismo que se la daría la próxima vez, pero nunca volvió a verla. Y nunca pudo comprobar cuánta realidad había en aquel pálpito de que a ella él también le parecía un hermoso lugar por conocer.
Aprendió que no podemos contar con una próxima vez que sólo existe en nuestra mente, deseosa de una segunda oportunidad, que puede que jamás volvemos a tener.